Hace poco descubrí que el hubiera en cualquiera de sus formas sí existe y que permanece durante muchos, muchos años, en el cuerpo de quienes lo invocaron. Sobre todo si éste les modificó sobremanera la existencia misma. Hablo del si hubiera hecho esto o aquello las cosas saldrían así, y también del si no hubiera hecho esto o aquello no habría ocurrido lo que ocurrió. Muchos creemos que nuestro destino ya está escrito, y que en algún momento de nuestras vidas se nos revela una señal que nos hace vislumbrar en qué o quién nos convertiremos en el futuro. Otros pensamos que el azar construye nuestras vidas y otros creemos que nuestra voluntad es la que dirige el barco hacia un lugar preciso.
Lo cierto es que a veces en las tres formas de pensamiento, el hubiera logra colarse para quedar como el protagonista principal en alguna escena de nuestras vidas. Si no hubiera conocido al amigo que trabajaba en un diario, no hubiera sido periodista. Si no hubiera asistido a aquel café, no hubiera conocido a esa persona y no hubiera sido doctor.
La historia que voy a contar aquí es la de los hermanos pintores Dolores, Luis y Juan Sánchez López. Si su padre no los hubiera abandonado y si ellos no hubieran visto en la artesanía una herramienta de sobrevivencia y si no hubieran visitado las tiendas artesanales de la Zona Rosa y Polanco, no hubieran caído donde cayeron y no estarían parados donde se encuentran ahora. Fue algo así como si el hubiera les fuera quitando la cáscara y los descubriera a una nueva realidad o, en este caso, hacia un Nuevo Realismo, como le denominan ellos al arte que producen.
Llegué a la cita con los pintores Sánchez López casi con una hora de retraso. Uno de ellos me había dicho que vivían en Chalco, pero nunca imaginé que el autobús que tomé desde la estación del metro Zaragoza tardaría más de 90 minutos en llegar. Hasta tuve tiempo para dormir una siesta. Cuando llegué al punto de la cita para subir al fraccionamiento de Ixtapaluca donde viven, dos de ellos bajaron por mí en una camioneta y minutos después me encontraba en una sala inmensa.
Había invertido mucho tiempo en el ciberespacio tratando de encontrar algo sobre ellos, algún artículo que me explicara cuál había sido su trayectoria en la pintura.
Incluso, a través de una amiga, había preguntado al pintor sinaloense Gustavo Monroy si los conocía, pero nada, no tuve éxito. Parecía ser que surgieron de una manera espontánea, o que la inercia del arte los expulsó y de pronto estaba ahí a la vista de cualquiera.
En la sala hay tres hombres jóvenes. En uno de los sillones está Leo Sáez. Tiene 38 años y habla sin parar. Cambió el nombre de Dolores por el de Leo, que le pareció más atractivo, y el Sáez lo utilizó como una abreviación inusual del Sánchez. Es delgado, tiene el pelo negro y suelta su historia sin preámbulo alguno. Es el guía, al que los otros siguieron en cada movimiento de arte que hizo en las últimas tres décadas.
En el otro sillón está Luis Liebermann, tiene 34 años y se puso el apellido del bisabuelo materno, que según dicen era un inmigrante italiano, pero no lo saben a ciencia cierta. Luis de vez en cuando interrumpe y permanece con una pierna encima de la otra, mientras Leo habla. Más allá, sentado en una silla, está Juan López, quien pareciera que ahí encontró su lugar, entre más lejos, mejor. Él simplemente se quitó el apellido paterno y se dejó el López. Tiene 32 años y el pelo lacio y un poco largo, y su hablar es pausado, como muy pensado, pero realmente franco. Sus otros dos hermanos dicen que es el más tímido de los tres, el que menos habla, pero precisamente fue él quien les cambió la vida.
Son los tres más chicos de una familia de nueve hermanos, iniciada por Pedro Sánchez, un maestro albañil y pintor de brocha gorda, nacido en Aquixtla, Puebla, y su esposa María de Jesús López Reyes, oriunda de Tetela de Ocampo, al noreste de la ciudad de Puebla. Algunos de los hijos nacieron allá, otros en Nezahualcóyotl, donde la familia se trasladó a vivir y después a Ixtapaluca, Estado de México, lugar en el que crecieron los pintores. Leo y Luis tienen pareja e hijos. Juan es el único soltero. No van a fiestas, no beben y no fuman.
Si retrocedemos en el tiempo, los que están sentados en la sala atentos a describir sus vidas son tres hermanos que recuerdan su infancia en el campo. Recogían nopales para llevarlos a casa. En mayo y junio de todos los años, hurgaban entre los árboles de capulines para comer hasta hartarse. O pasaban horas frías bajo los árboles de tejocotes en invierno. Mientras estudiaban la primaria o la secundaria aprovechaban cualquier oportunidad para acercarse recursos. Descargaban un camión de flores o ropa, o trabajaban en un puesto de chiles y semillas. El único que terminó la preparatoria fue Leo. Luis dice que la escuela le aburría y mejor pasaba el tiempo en la segunda planta de la casa, que en ese entonces estaba en obra negra, sacando filo a una navaja de cortauñas para modelar figuras de madera y plastilina. Juan simplemente no quiso seguir estudiando, pero siempre estuvo atento a lo que Leo realizaba. Todavía recuerda que su hermano le hacia los dibujos para que los llevara a la escuela y los presentaba como propios. De lo único que se acuerda es que él algún día hizo un Mickey Mouse, pero a nadie le gustó.
Aunque los hermanos Sánchez López recibieron influencia de sus hermanos mayores, Pedro y Fernando, quienes vieron en la artesanía un salvoconducto de vida tras el abandono del padre. El que marca el destino de los pintores es Leo, quien sirvió de motivación a los otros dos. Dibujaba con lo que encontraba en casa, un Batman con cera líquida Nuget, de ésas que servían para lustrar los zapatos. Con acuarelas de papelería pintaba en cualquier parte de la casa. Con óleos que Pedro compró hizo un retrato de un indio que vio en una revista; las pinturas las mezclaba con aceite de cocina. No tenía ni idea. “A veces es la naturaleza”, dice. En la preparatoria tomó un taller de artes visuales en el que sacó un siete de calificación. Dice que era porque el maestro le exigió más para que proyectara sus habilidades. Ya para entonces algunos profesores se habían percatado de sus dones. Incluso, un maestro de civismo le encargó un retrato de sus hijos y un paisaje.
Mientras los tres menores de los López Sánchez trabajaban artesanías y entregaban pedidos de alebrijes o pintura en cazuela de barro en la Ciudadela o la Zona Rosa, iban mostrando sus habilidades de una forma extraña. Con los cuchillos de la cocina, Luis hizo un trompo de un pedazo de madera de polín; de las ramas de los árboles de capulín saqueados hacía soldaditos y cañones. A Luis siempre le atrajo la madera, pero también las figuras con plastilina y con cemento. Hacía osos, que su hermano Fernando se encargó de comercializar con un agente aduanal que los vendía en Canadá. Junto con Juan y Leo aprovechaba la pintura vinílica Comex, y dibujaban paisajes sobre pedazos de playeras viejas que cortaban al tamaño del lienzo. “Todo lo hacíamos por gusto”, dice Luis.
La primera vez que Leo tuvo un acercamiento al arte fue en el mercado de la colonia Maravillas, en Nezahualcóyolt, con una pintura de Pablo Picasso. Él se había comprado un librito de cómo aprender a dibujar. La plática no se parece a la de los pintores intelectuales, que cuidan cada palabra al ser entrevistados. No, ellos sueltan la vida como es, como se les fue presentando. Por ejemplo, Leo dice que cuando comenzó a hacer ejercicio y se dio cuenta de sus músculos decidió dibujarlos.
Después hacía moldes con cartón y con papel machacado, es decir, maché, aunque él prefiere llamarlo en español. Cuando su padre se fue de la casa, ellos apoyaron a la familia. Junto con sus hermanos mayores, Leo trabajó con un artesano para hacer figuras en papel. Las hacían en serie y las entregaban también en el Centro Artesanal Buenavista, en el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías y en una tienda de Polanco. Debajo de la mesa tiene una tortuga de esos tiempos. Juan va hacia un cuarto de la casa para traer alebrijes de diseño propio que no fueron hechos con madera, sino con papel machacado, que entregaban en Plaza Polanco. Leo dice que les gustaba el arte fantástico y mágico, la mitología, los centauros, los dragones. Los hermanos habían conocido a un señor que hacía escultura fantástica. Leo hizo un gladiador que recordó había vendido. Y en la parte baja de otro mueble de la sala hay una figura, un jinete apocalíptico, que Juan hizo al mismo tiempo que su hermano Leo. De hecho, tanto Juan como Luis dicen que cada vez que Leo hacía una escultura, ellos hacían otra.
A pesar de los esfuerzos, no hay un orden cronológico; los pintores López Sánchez arrojan sus recuerdos como les llegan. Van para atrás, luego para adelante, luego meten algo que no sé en qué parte de su vida puede encajar. Se preguntan uno al otro si eso fue antes o después, a veces concluyen, otras no. Juan dice que sí, luego Leo que no, que fue después. Luis interviene pero no precisa la cronología, sino más bien sobre la forma de hacerlo y cómo en respuesta hizo otra pieza para emparejarse a su hermano.
La historia que voy a contar aquí es la de los hermanos pintores Dolores, Luis y Juan Sánchez López. Si su padre no los hubiera abandonado y si ellos no hubieran visto en la artesanía una herramienta de sobrevivencia y si no hubieran visitado las tiendas artesanales de la Zona Rosa y Polanco, no hubieran caído donde cayeron y no estarían parados donde se encuentran ahora. Fue algo así como si el hubiera les fuera quitando la cáscara y los descubriera a una nueva realidad o, en este caso, hacia un Nuevo Realismo, como le denominan ellos al arte que producen.
Llegué a la cita con los pintores Sánchez López casi con una hora de retraso. Uno de ellos me había dicho que vivían en Chalco, pero nunca imaginé que el autobús que tomé desde la estación del metro Zaragoza tardaría más de 90 minutos en llegar. Hasta tuve tiempo para dormir una siesta. Cuando llegué al punto de la cita para subir al fraccionamiento de Ixtapaluca donde viven, dos de ellos bajaron por mí en una camioneta y minutos después me encontraba en una sala inmensa.
Había invertido mucho tiempo en el ciberespacio tratando de encontrar algo sobre ellos, algún artículo que me explicara cuál había sido su trayectoria en la pintura.
Incluso, a través de una amiga, había preguntado al pintor sinaloense Gustavo Monroy si los conocía, pero nada, no tuve éxito. Parecía ser que surgieron de una manera espontánea, o que la inercia del arte los expulsó y de pronto estaba ahí a la vista de cualquiera.
En la sala hay tres hombres jóvenes. En uno de los sillones está Leo Sáez. Tiene 38 años y habla sin parar. Cambió el nombre de Dolores por el de Leo, que le pareció más atractivo, y el Sáez lo utilizó como una abreviación inusual del Sánchez. Es delgado, tiene el pelo negro y suelta su historia sin preámbulo alguno. Es el guía, al que los otros siguieron en cada movimiento de arte que hizo en las últimas tres décadas.
En el otro sillón está Luis Liebermann, tiene 34 años y se puso el apellido del bisabuelo materno, que según dicen era un inmigrante italiano, pero no lo saben a ciencia cierta. Luis de vez en cuando interrumpe y permanece con una pierna encima de la otra, mientras Leo habla. Más allá, sentado en una silla, está Juan López, quien pareciera que ahí encontró su lugar, entre más lejos, mejor. Él simplemente se quitó el apellido paterno y se dejó el López. Tiene 32 años y el pelo lacio y un poco largo, y su hablar es pausado, como muy pensado, pero realmente franco. Sus otros dos hermanos dicen que es el más tímido de los tres, el que menos habla, pero precisamente fue él quien les cambió la vida.
Son los tres más chicos de una familia de nueve hermanos, iniciada por Pedro Sánchez, un maestro albañil y pintor de brocha gorda, nacido en Aquixtla, Puebla, y su esposa María de Jesús López Reyes, oriunda de Tetela de Ocampo, al noreste de la ciudad de Puebla. Algunos de los hijos nacieron allá, otros en Nezahualcóyotl, donde la familia se trasladó a vivir y después a Ixtapaluca, Estado de México, lugar en el que crecieron los pintores. Leo y Luis tienen pareja e hijos. Juan es el único soltero. No van a fiestas, no beben y no fuman.
Si retrocedemos en el tiempo, los que están sentados en la sala atentos a describir sus vidas son tres hermanos que recuerdan su infancia en el campo. Recogían nopales para llevarlos a casa. En mayo y junio de todos los años, hurgaban entre los árboles de capulines para comer hasta hartarse. O pasaban horas frías bajo los árboles de tejocotes en invierno. Mientras estudiaban la primaria o la secundaria aprovechaban cualquier oportunidad para acercarse recursos. Descargaban un camión de flores o ropa, o trabajaban en un puesto de chiles y semillas. El único que terminó la preparatoria fue Leo. Luis dice que la escuela le aburría y mejor pasaba el tiempo en la segunda planta de la casa, que en ese entonces estaba en obra negra, sacando filo a una navaja de cortauñas para modelar figuras de madera y plastilina. Juan simplemente no quiso seguir estudiando, pero siempre estuvo atento a lo que Leo realizaba. Todavía recuerda que su hermano le hacia los dibujos para que los llevara a la escuela y los presentaba como propios. De lo único que se acuerda es que él algún día hizo un Mickey Mouse, pero a nadie le gustó.
Aunque los hermanos Sánchez López recibieron influencia de sus hermanos mayores, Pedro y Fernando, quienes vieron en la artesanía un salvoconducto de vida tras el abandono del padre. El que marca el destino de los pintores es Leo, quien sirvió de motivación a los otros dos. Dibujaba con lo que encontraba en casa, un Batman con cera líquida Nuget, de ésas que servían para lustrar los zapatos. Con acuarelas de papelería pintaba en cualquier parte de la casa. Con óleos que Pedro compró hizo un retrato de un indio que vio en una revista; las pinturas las mezclaba con aceite de cocina. No tenía ni idea. “A veces es la naturaleza”, dice. En la preparatoria tomó un taller de artes visuales en el que sacó un siete de calificación. Dice que era porque el maestro le exigió más para que proyectara sus habilidades. Ya para entonces algunos profesores se habían percatado de sus dones. Incluso, un maestro de civismo le encargó un retrato de sus hijos y un paisaje.
Mientras los tres menores de los López Sánchez trabajaban artesanías y entregaban pedidos de alebrijes o pintura en cazuela de barro en la Ciudadela o la Zona Rosa, iban mostrando sus habilidades de una forma extraña. Con los cuchillos de la cocina, Luis hizo un trompo de un pedazo de madera de polín; de las ramas de los árboles de capulín saqueados hacía soldaditos y cañones. A Luis siempre le atrajo la madera, pero también las figuras con plastilina y con cemento. Hacía osos, que su hermano Fernando se encargó de comercializar con un agente aduanal que los vendía en Canadá. Junto con Juan y Leo aprovechaba la pintura vinílica Comex, y dibujaban paisajes sobre pedazos de playeras viejas que cortaban al tamaño del lienzo. “Todo lo hacíamos por gusto”, dice Luis.
La primera vez que Leo tuvo un acercamiento al arte fue en el mercado de la colonia Maravillas, en Nezahualcóyolt, con una pintura de Pablo Picasso. Él se había comprado un librito de cómo aprender a dibujar. La plática no se parece a la de los pintores intelectuales, que cuidan cada palabra al ser entrevistados. No, ellos sueltan la vida como es, como se les fue presentando. Por ejemplo, Leo dice que cuando comenzó a hacer ejercicio y se dio cuenta de sus músculos decidió dibujarlos.
Después hacía moldes con cartón y con papel machacado, es decir, maché, aunque él prefiere llamarlo en español. Cuando su padre se fue de la casa, ellos apoyaron a la familia. Junto con sus hermanos mayores, Leo trabajó con un artesano para hacer figuras en papel. Las hacían en serie y las entregaban también en el Centro Artesanal Buenavista, en el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías y en una tienda de Polanco. Debajo de la mesa tiene una tortuga de esos tiempos. Juan va hacia un cuarto de la casa para traer alebrijes de diseño propio que no fueron hechos con madera, sino con papel machacado, que entregaban en Plaza Polanco. Leo dice que les gustaba el arte fantástico y mágico, la mitología, los centauros, los dragones. Los hermanos habían conocido a un señor que hacía escultura fantástica. Leo hizo un gladiador que recordó había vendido. Y en la parte baja de otro mueble de la sala hay una figura, un jinete apocalíptico, que Juan hizo al mismo tiempo que su hermano Leo. De hecho, tanto Juan como Luis dicen que cada vez que Leo hacía una escultura, ellos hacían otra.
A pesar de los esfuerzos, no hay un orden cronológico; los pintores López Sánchez arrojan sus recuerdos como les llegan. Van para atrás, luego para adelante, luego meten algo que no sé en qué parte de su vida puede encajar. Se preguntan uno al otro si eso fue antes o después, a veces concluyen, otras no. Juan dice que sí, luego Leo que no, que fue después. Luis interviene pero no precisa la cronología, sino más bien sobre la forma de hacerlo y cómo en respuesta hizo otra pieza para emparejarse a su hermano.
Lo que pude descifrar es que los hermanos López Sánchez hacían todas las piezas por gusto. Lo único que comercializaban era la artesanía en la que le ayudaban a sus hermanos Fernando y Pedro, quienes quedaron al frente de la casa. Su madre ayudaba con el comercio de papel estraza y además tenía una tienda de abarrotes.
Juan dice que nadie, ni siquiera los vecinos, sabían en qué ocupaban sus horas libres. Los hermanos pasaban días enteros recluidos en el cuarto de su casa. Si Leo hacía un dibujo, los otros dos también, si Leo hacía un cuadro, los otros dos también. Entre los primeros dibujos de Leo están un jugador de futbol americano y un Rambo. Pero después dudan. Juan trae un portafolio negro de donde saca una tortuga ninja y Leo dice que ése fue el primero. Lo hizo en acuarela. Aunque su hermano Juan está seguro que el primer dibujo de Leo fue una vaca que le hizo para que la llevara a la escuela.
Del baúl de los recuerdos salen dibujos que cualquier pintor hubiera desechado del catálogo narcisista. Fueron hechos con pinceles de esos que vendían en las papelerías con un popote y un mechoncito de pelos de burro. También aparece un fisicoculturista hecho con tinta de pluma. Pero la señal que a veces buscamos para detectar al futuro pintor se mira en un retrato que, digamos, es el inicio del realismo en los Sánchez López, el del arte de copiar a los grandes maestros de la pintura con precisión. Es un retrato de Rubens. Leo lo hizo sólo con tres colores de pintura vinílica. El retrato tiene luz. El evento hizo recordar a Luis que su primer retrato había sido El músico de Leonardo Da Vinci y después Mujer con niño del mismo pintor. Juan tenía 16 años cuando hizo su primer retrato, Mujer e iglesia, de un pintor alemán cuyo nombre no menciona.
Una a una, era el lema de los hermanos Sánchez López. Si tú pintas una, yo también, si tú haces algo, yo también. Los tres pintores brincaban de la mano sobre los campos del arte. Fueron del alebrije y de las figuras con papel machacado a la acuarela, las figuras con madera y con pasta al paisaje con pintura vinílica. ¿Alguien se acuerda del gringo con peinado afro pelirrojo llamado Bob Ross, el pintor de paisaje exprés y también presentador de televisión, que se hizo famoso con el programa The Joy of Painting transmitido por Canal Once? Bueno, pues hasta a ese tipo copiaban con facilidad. Después se dedicaron a copiar a los artistas más famosos de todos los tiempos.
“Era como un juego”, dice Luis. Yo me les quedo viendo y pienso: “Ajá, como si hacer arte fuera como comer o dormir o treparse a un árbol a cortar capulines o tejocotes. ¡Vamos todos juntos a copiar a Rubens, o a Da Vinci, o Miguel Ángel!”.
Lo cierto es que así de fácil era para ellos. Lo hacían y lo siguen haciendo. Dicen que es un reto. Que es la naturaleza de llegar a los extremos de las capacidades humanas, algo así como ir más allá de la perfección. Los galeristas siempre los imaginan viejos o por lo menos mayores de 50 años. No saben que estos pintores mexicanos empezaron su arte jugando, sin ninguna técnica aprendida. Sólo con la herramienta de la imaginación pensaban en cómo pudo haber sido realizado un dibujo y después se vestían con la coraza del reto.
Así funcionan los Sánchez López. A mediados de los noventa encontraron un puesto de tianguis con libros de arte usados, copiaron la obra de Rembrandt, y a los renacentistas Miguel Ángel y Leonardo Da Vinci. Los recursos económicos nunca sobraron en la familia. La artesanía no dejaba dinero y el arte se quedaba en casa para el deleite particular. Pero siempre en el camino hay exras. No sabían que el arte se vendía, mucho menos su costo. “Nos faltaba dinero”, dice Luis, pero se negaba a intentar vender obras que sentía suyas.
A Juan le había sorprendido y quedado en la mente una nota en el periódico que decía que un cuadro de Miguel Ángel había sido vendido en ocho millones de dólares. No sabía tampoco que no era tan fácil encontrar un comprador. Con su nuevo escenario de arte en lo único que se pensó temporalmente fue en una exposición en la casa de cultura del municipio de Ixtapaluca. Pero la nota en el periódico le había sumido en la inquietud. Con sinceridad Juan reconoce que hacían falta recursos: por qué no buscarlos, por qué no entrar directo al mercado. Pedro, el hermano mayor, les contactó con un promotor de arte, con el director de una galería de catálogo. Le llevaron un bodegón y un velero. “Cuánto quieren por ellos”, les preguntó. Ellos pidieron 800 pesos. El galerista les dio 250. En los meses siguientes le vendieron cuadros pequeños, la mayoría eran bodegones que les pagaba a 80 pesos cada uno.
Juan dice que nadie, ni siquiera los vecinos, sabían en qué ocupaban sus horas libres. Los hermanos pasaban días enteros recluidos en el cuarto de su casa. Si Leo hacía un dibujo, los otros dos también, si Leo hacía un cuadro, los otros dos también. Entre los primeros dibujos de Leo están un jugador de futbol americano y un Rambo. Pero después dudan. Juan trae un portafolio negro de donde saca una tortuga ninja y Leo dice que ése fue el primero. Lo hizo en acuarela. Aunque su hermano Juan está seguro que el primer dibujo de Leo fue una vaca que le hizo para que la llevara a la escuela.
Del baúl de los recuerdos salen dibujos que cualquier pintor hubiera desechado del catálogo narcisista. Fueron hechos con pinceles de esos que vendían en las papelerías con un popote y un mechoncito de pelos de burro. También aparece un fisicoculturista hecho con tinta de pluma. Pero la señal que a veces buscamos para detectar al futuro pintor se mira en un retrato que, digamos, es el inicio del realismo en los Sánchez López, el del arte de copiar a los grandes maestros de la pintura con precisión. Es un retrato de Rubens. Leo lo hizo sólo con tres colores de pintura vinílica. El retrato tiene luz. El evento hizo recordar a Luis que su primer retrato había sido El músico de Leonardo Da Vinci y después Mujer con niño del mismo pintor. Juan tenía 16 años cuando hizo su primer retrato, Mujer e iglesia, de un pintor alemán cuyo nombre no menciona.
Una a una, era el lema de los hermanos Sánchez López. Si tú pintas una, yo también, si tú haces algo, yo también. Los tres pintores brincaban de la mano sobre los campos del arte. Fueron del alebrije y de las figuras con papel machacado a la acuarela, las figuras con madera y con pasta al paisaje con pintura vinílica. ¿Alguien se acuerda del gringo con peinado afro pelirrojo llamado Bob Ross, el pintor de paisaje exprés y también presentador de televisión, que se hizo famoso con el programa The Joy of Painting transmitido por Canal Once? Bueno, pues hasta a ese tipo copiaban con facilidad. Después se dedicaron a copiar a los artistas más famosos de todos los tiempos.
“Era como un juego”, dice Luis. Yo me les quedo viendo y pienso: “Ajá, como si hacer arte fuera como comer o dormir o treparse a un árbol a cortar capulines o tejocotes. ¡Vamos todos juntos a copiar a Rubens, o a Da Vinci, o Miguel Ángel!”.
Lo cierto es que así de fácil era para ellos. Lo hacían y lo siguen haciendo. Dicen que es un reto. Que es la naturaleza de llegar a los extremos de las capacidades humanas, algo así como ir más allá de la perfección. Los galeristas siempre los imaginan viejos o por lo menos mayores de 50 años. No saben que estos pintores mexicanos empezaron su arte jugando, sin ninguna técnica aprendida. Sólo con la herramienta de la imaginación pensaban en cómo pudo haber sido realizado un dibujo y después se vestían con la coraza del reto.
Así funcionan los Sánchez López. A mediados de los noventa encontraron un puesto de tianguis con libros de arte usados, copiaron la obra de Rembrandt, y a los renacentistas Miguel Ángel y Leonardo Da Vinci. Los recursos económicos nunca sobraron en la familia. La artesanía no dejaba dinero y el arte se quedaba en casa para el deleite particular. Pero siempre en el camino hay exras. No sabían que el arte se vendía, mucho menos su costo. “Nos faltaba dinero”, dice Luis, pero se negaba a intentar vender obras que sentía suyas.
A Juan le había sorprendido y quedado en la mente una nota en el periódico que decía que un cuadro de Miguel Ángel había sido vendido en ocho millones de dólares. No sabía tampoco que no era tan fácil encontrar un comprador. Con su nuevo escenario de arte en lo único que se pensó temporalmente fue en una exposición en la casa de cultura del municipio de Ixtapaluca. Pero la nota en el periódico le había sumido en la inquietud. Con sinceridad Juan reconoce que hacían falta recursos: por qué no buscarlos, por qué no entrar directo al mercado. Pedro, el hermano mayor, les contactó con un promotor de arte, con el director de una galería de catálogo. Le llevaron un bodegón y un velero. “Cuánto quieren por ellos”, les preguntó. Ellos pidieron 800 pesos. El galerista les dio 250. En los meses siguientes le vendieron cuadros pequeños, la mayoría eran bodegones que les pagaba a 80 pesos cada uno.
Les siguió pidiendo cuadros grandes, excepto a Juan. Dijo que estaba deprimido. “Como vi que no le interesaba trabajar conmigo, ya no fui a verlo”. Antes de reflexionar un poco, Juan, desde su silla alejada, dice que él en ese tiempo sólo pensaba en jugar futbol y en correr todas las mañanas.
Juan, el tímido, buscó otras opciones. Y si no hubiera pasado tantas veces por Polanco, no se hubiera dado cuenta de que ahí había otra galería, la de Alberto Misrachi. El primer galerista mexicano que ha promovido frente al Palacio de Bellas Artes, después en la Zona Rosa y más tarde en Polanco, obras de famosos artistas mexicanos como David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco, Diego Rivera, Rufino Tamayo, el Dr. Atl, José Luis Cuevas, Pedro y Rafael Coronel. Juan no tenía ni la menor idea donde pretendía entrar, pero quizás eso le valió para insistir. Conocía la galería, gracias a la artesanía, y si no se hubiera atrevido a entrar, su vida y las de sus hermanos no hubieran dado un giro como el que dieron. Había tardado tanto tiempo en entrar que los recuerdos no le vienen muy claros. Incluso un día fue y no pudo. “No sé cuantos meses fui antes de atreverme a entrar”, dice Juan. Cuando entró estaba la secretaria a quien le mostró un paisaje propio, basado en la obra del pintor mexicano José María Velasco, y un bodegón hecho por Luis. Le dijeron que les llamarían por teléfono, pero pasaron cinco largos meses para la ansiedad de Juan. Después, la hija del galerista, Silvia Misrachi, les dio una cita a la que acudieron los tres. El trabajo le había gustado tanto que les hizo encargos, les pidió exclusividad y también les recomendó cambiarse el nombre. Entonces nacieron Leo Sáez, Luis Liebermann y Juan Sánchez.
Era julio de 2000, Leo apenas llegó a casa, compró tela y con óleo dibujo un bodegón por el que le habían ofrecido nueve mil pesos, y ya tenía en la bolsa dos mil de adelanto. Lo entregó en 15 días. Luis realizó un bodegón que finalizo en 30 días. Juan hizo un paisaje con hacienda, pero no se acuerda cuánto tiempo tardó en hacerlo. Silvia Misrachi les había comentado que su obra se parecía mucho. Incluso dicen que llegó a pensar que alguno de los tres era el que hacía los cuadros o que entre los tres le metían mano.
En los próximos años, Luis dice que la exposición de la National Gallery les marcó porque dejaron de hacer copias y pensaron en hacer arte propio. La euforia por el arte ya había entrado en sus vidas. Querían empaparse de arte a como diera lugar. Recuerdan que fueron a otra exposición en el Palacio de Bellas Artes que presentaba cuadros realistas de Cristóbal Toral. A Leo le impactó la textura de las manzanas del pintor español. A la salida fijaron su mente en un libro que costaba 900 pesos. No pudieron comprar el libro, pero la exposición les mandó a casa con hartas ganas de pintar. “Así fue como empecé a manejar la luz blanca”, dice Leo.
Una vez abiertas las puertas de Misrachi, las demás galerías aceptaron su obra. A veces dejaban obras en consigna, otras veces les daban un anticipo. Lo han conseguido, en algunas galerías gusta más la obra de uno u otro. Aunque aún tienen fresca en la mente la frase del galerista que les prohibió pensar en que su obra estaría en un museo. Ellos están ya en el mundo del arte y apenas en octubre de este año hicieron su primera exposición, llamada Sáez. Liebermann. López. Nuevo Realismo en México, en la Hacienda de Los Morales, en Polanco, donde presentaron su obra reciente. Luis hizo una construcción de óleo sobre tela donde presentó varios objetos sobre arena verdaderamente real, entre ellos un clavo, un tornillo, un balín y varias piedras. Juan mostró dos paisajes mágicos y Leo mostró a su Venus, una mujer desnuda sobre la cama y una sábana que casi se puede sentir. Los pintores Sánchez López dicen que su obra es casi fotográfica.
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